lunes, 27 de julio de 2009

Las reglas del picado (José M. Pascual)


La cuadra del paredón de la fábrica era una de las pocas del barrio que no caían en barranca hacia el río y ese simple hecho, sumado a que tampoco estaba marcada por las vías del viejo tranvía, la hacían ideal para correr detrás de la pelota.


Nos juntábamos a la tardecita en la esquina del almacén del gallego y, de allí, cuando ya sumábamos un número considerable, partíamos en desprolija caminata cuesta arriba hacia la calle de la Americana; así le llamábamos. Parece ser, según contaba mi tío que vivía en el barrio desde que nació, que aquel edificio enorme fue un importante frigorífico donde trabajaban la mayoría de los que poblaron el lugar hace no sé cuantos años, pero entonces solo quedaba el esqueleto; unos cuantos ventanales que el aburrimiento juvenil había roto a pedradas y un gran cartel de oxidado metal sobre la puerta grande que dejaba leer el nombre con que lo habían bautizado. Por lo tanto, para el resto del mundo nosotros todas las tardes éramos los pibes de La Americana, los mismos que minutos antes éramos los de la esquina del almacén y que tiempo después de pasar por esos dos estados recuperaríamos nuestros nombres individuales.


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